domingo, 7 de diciembre de 2008

Menú del día

«Pase con no comer cerdo pero al menos se podría transigir con que uno tome una copichuela de vez en cuando.» ¿Qué pensaría un muftí al que se sometiera semejante cuestión? ¿Qué fatwa emitiría? Aunque hay una convicción íntima y generalizada de que el dictamen tendría tintes violentos, en el fondo la respuesta no habría de diferir gran cosa de la advertencia de Wojtyla: «No se puede tener una religión a la carta». Lo mismo parece ocurrir con las corrientes de opinión, servidas en forma de dos menús indigestos, con escasa variedad de ingredientes, y en los que, una vez se ha escogido el primer plato, viene incluido hasta el postre sin ulterior posibilidad de elección.
El pensamiento único (y tirando a escaso) se manifiesta bajo un aspecto bifronte, con dos sensibilidades opuestas (dos percepciones más bien) y aparece nucleado en torno a apenas un par de medios de comunicación. En cualquiera de ellos es dable observar cómo la línea editorial se sigue fielmente por los columnistas y colaboradores habituales o esporádicos y hasta tiene su reflejo en las cartas de los lectores. Los espacios políticos son fuertemente endogámicos y polarizados. Presentan trazas muy caracterizadas y antagónicas, pero no por diferencias de calado sino por sus respectivos posicionamientos en cada circunstancia, ante los avatares sociales, en cuestiones que a la mayoría de los ciudadanos se le antojan intrascendentes o que no reclaman su atención. En realidad, no existe bicefalia ni se producen planteamientos esencialmente distintos. La gente se limita a tomar partido según lo que diga su proveedor, y así, sin mayores análisis, lo anecdótico se integra en el corpus ideológico de forma pretendidamente homogénea y bien trabada. No falta a quien se le antoja una papilla grumosa.
Como no se lleva discutir sobre el modelo social o económico, los cocineros de opinión se suelen dedicar a las tapas y otras menudencias. ¿A qué peatón, en condiciones normales, le hubiera importado un comino la OPA dichosa? Eso sí, el asunto ha acabado convirtiéndose en cuestión nacional (no sabemos de qué nación) y no hay que descartar que tengamos que cargar con parte de la cuenta. No sería la primera vez que nos toca pagar los platos rotos de un ágape, un fiestorro, al que no estábamos invitados. En la elaboración del guisote, cocido a fuego lento, con mucha pasta y poca chicha, no se ponen de acuerdo y cada uno lo quiere aderezar con sus condimentos o su punto de sal. Descuiden, salvo lo de la factura, no nos caerá un chusco que llevarnos a la boca, ni una migaja. ¡Con su pan se lo coman!
De ese modo se crean bloques graníticos que favorecen, al tiempo, comportamientos dispares: por un lado, ayudan a acoger en su seno a los individuos más proclives al encuadramiento, situándolos en el radio de acción, en la órbita de influencia de un bando del que ya no podrán escapar; y por otra parte impiden que los escépticos, los vacilantes, accedan a ellos, siquiera sea en parte. O sea, dos fuerzas –centrípeta y centrífuga- contrapuestas. Se explicita y modela un concepto que le es muy querido a los partidos políticos y que lo traducen en mecanismos disciplinarios (de voto, de comportamiento, de expresión). El catering viene preparado en bandejas herméticas, en packs ideológicos. Cuando uno se pronuncia, cuando se desliza hacia una opción o un esquema político, o cuando se alinea decididamente, se ve impelido a comprar todo el lote, empaquetado e indivisible.
Decía Ortega y Gasset (La rebelión de las masas), en un pasaje con el que me siento particularmente afín: “Ser de izquierdas es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas en efecto son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la “realidad” del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas prometen tiranías.”
Parecen simples etiquetas, marcas sin valor.
Uno de los problemas de este régimen alimentario es que genera hartazgo, descontento, frustración y huida hacia posiciones anti-sistema: úlceras anímicas, vaya. No resulta extraño encontrarnos con que sujetos procedentes de la izquierda, o que han coqueteado con los sectores más radicales, acaben en los brazos de la extrema derecha. Eso si no han recalado, con el fanatismo del converso, en alguna de las opciones políticas ortodoxas. También es causa de la irrupción de estrafalarios outsiders de dudosa catadura e inclasificables fenómenos de esa índole.
La persecución inquisitorial contra la herejía vuelve a manifestarse bajo nuevas apariencias. Sean o no casuales, egoístas, hijos de la inercia o de la falta de imaginación, los comportamientos de ese tipo acaban por engendrar aburrimiento y desafección. Triunfa lo predecible y la tendencia al encasillamiento dicta sus leyes implacables. Las características del grupo, sectarias, castradoras, neotribales, se quiebran a veces (pocas) en vestimenta, gustos, modas, actitudes. Pero es un espejismo: Se trata de cambiar para sobrevivir; es la vieja máxima darwinina de adaptarse o morir. Las salsas grasientas continúan tapando las virtudes de la materia prima y cuando ya se había desechado la necesidad de acompañar el pescado con vino blanco, se observa una vuelta a los más vulgares y tópicos maridajes.
El panorama político-culinario que tenemos ante nosotros ofrece una visión desoladora. Si a pesar de la abundancia de descarriados (que no dejan de constituir otro grupo característico, el de los abstencionistas), se impone la uniformidad, desde un punto de vista “antropológico” tampoco podemos hablar de la existencia de fisuras: la estandarización del hombre es evidente, el contagio no tiene vuelta de hoja. Los mass media no son ajenos a estos fenómenos: actúan como espejo deformante, que devuelve una imagen interesada, e influyen en su configuración.
El individuo, ayuno de ideas propias, contempla con horror la perspectiva de comer solo. La pereza mental y la posibilidad de integración en una u otra tesis, nos releva de la ingrata tarea de pensar, de elaborar un decálogo propio y colocarlo en nuestro frontispicio moral. “Sin embargo, este sentimiento de aislamiento individual y de impotencia, tal como fuera expresado por los escritores citados y como lo experimentan muchos de los llamados neuróticos, es algo de lo que el hombre común no tiene conciencia. Es demasiado aterrador. Se lo oculta la rutina diaria de sus actividades, la seguridad y la aprobación que halla en sus relaciones privadas y sociales, el éxito en los negocios, cualquier forma de distracción (“divertirse”, “trabar relaciones”, “ir a lugares”). Pero el silbar en la oscuridad no trae la luz.” (Erich Fromm: El miedo a la libertad).
Hace mucho, Daniel Cohn Bendit (Dani el Rojo, que con los años devendría en eurodiputado Verde) decía en una entrevista que «tenemos que matar al nazi que todos llevamos dentro.» Sin perjuicio de mantener la guardia alta en ese aspecto, yo lo parafrasearía con “acabar con el militante que nos acompaña”, con quien –so capa de fidelidad a principios u organizaciones- renuncia a cumplir con la obligación que nos concierne de replanteárnoslo todo continuamente, de estar vigilantes. Aunque habría que admitir matices, creo que el axioma puede servir con los afiliados, los militantes propiamente dichos. No podemos seguir en la abdicación global de nuestras responsabilidades como personas, anteriores y de superior importancia a las que nos incumben como ciudadanos.
Lo integral puede que tenga mucha fibra y sea bueno para la salud, pero lo del sabor y la higiene mental de los comensales, a quienes se ofrecen comistrajos integristas, es harina de otro costal. El vocablo nos remite a una concepción omnicomprensiva del universo, a un sistema que extiende sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida y el pensamiento. Poco fundamento y mucho fundamentalismo es lo que hay.
Ante tanta comida temática y aburrida, Sánchez Dragó y su afición a nadar contracorriente se presenta como una ensalada refrescante y exótica. No por el “pecado” de pedir el voto para el P.P. (ya sobran los que con él se irían por eso al infierno) sino porque, sin solución de continuidad, predica el tantrismo grifota y se queda tan pancho. Ya sé que se trata de una simplificación apresurada, pero es sólo un decir.
¡Y qué poco alimento para el espíritu hay en la mesa!

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