O mejor dicho, la gata.
Se cuenta que cuando le hicieron llegar a Adolfo Suárez el deseo de los nacionalistas de enseñar en catalán en las escuelas, respondió algo parecido a lo siguiente: «Allá ellos; pero ¿cómo piensan explicar el teorema de Pitágoras en catalán?» Si non è vero è ben trobato. La reivindicación de que la enseñanza reglada se realizara en lengua vernácula era algo más serio que aquello de “El arjamí a lä ehcueläh”, una pintada que apareció en las calles de Córdoba, también en los años turbulentos de la Transición, y sobre la cual se cachondeaba Serafín Fanjul. Supone el catedrático de Literatura Árabe de la Autónoma que el graffiti se refería al aljamiado, idioma fabuloso (por inventado) que vendría a ser el español, en su variante dialectal andaluza, escrito con caracteres arábigos.
De aquellos polvos, estas preñeces. La sandez del Presidente del CGPJ, al equiparar el catalán y las sevillanas, es de órdago, de marca mayor, pero sólo eso: una majadería sin más historia ni trascendencia. Ahora, ha declarado –tácitamente- que es “dueño de sus silencios”, pero calla –y otorga, en este caso- que es “esclavo de sus palabras”. Aunque es lo de menos, el Sr. Hernando parece que habrá de ser juzgado en rebeldía parlamentaria. Ha devuelto, en el culo del Congreso de los Diputados, la patada que recibió el Poder Judicial del pie de Atutxa. E Ibarretxe dice que vale, que ahí se las den todas. Montesquieu no da abasto: todos se le encomiendan.
En España, fuera del territorio en cuestión –y aun dentro de este-, el hecho de hablar una lengua distinta se ha visto rodeado de incomprensiones atávicas. En esencia, viene a ser lo que escribía Moratín (“Asombrose un portugués/ al ver que en su tierna infancia/ todos los niños de Francia/ supieran hablar francés”) y que canta la Niña Pastori. Y más cosas. Cuando se da la vuelta a la tortilla y alguien no puede, de forma libérrima, optar por la educación bilingüe o, sencillamente, por la enseñanza en castellano, la cosa empieza a ser preocupante.
“No podemos seguir siendo insensibles a su calvario; no podernos por menos de apoyarlas en su deseo de hablar en libertad su lengua (...). A los que han sufrido la arrogancia colonial, el racismo, la xenofobia, les perdonamos los excesos de su propia arrogancia nacionalista, de su propio racismo y de su propia xenofobia, (...) proclamar el derecho de toda persona a hablar su lengua no debería suscitar ninguna vacilación de esa naturaleza. (...) Una lengua que ha estado mucho tiempo oprimida, o al menos desatendida, ¿puede legítimamente reafirmar su presencia a costa de las otras, y con el riesgo de instaurar otro tipo de discriminación?” (Amin Maalouf, Identidades Asesinas)
El otro día, Joan Manuel Serrat fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense. Además de declarar que «nada le gusta más a un catalán que triunfar en Madrid», dijo otras cosas divertidas que contrastan vivamente con la antológica salida de pata de banquillo del Presidente del Supremo. Una perla para la posteridad: «La lengua en la que más a gusto me expreso es aquella en la que me prohíben hablar.» En 1968 dejó otra cuando pretendió representar a TVE en Eurovisión cantando en catalán. De Serrat, que ejerce de bilingüe, hablan su discografía y su biografía –afortunadamente- inacabadas.
Resulta triste el abandono deliberado del bilingüismo, la renuncia, voluntaria e incomprensible, por parte de los nacionalistas, a un tesoro impagable: la educación en dos lenguas, que los ciudadanos de esos territorios, desde niños, las puedan manejar indistintamente, profundizando en el conocimiento de ambos idiomas y abriendo sus mentes al aprendizaje de otros. La sola posibilidad produce sana envidia. La tienen y la dilapidan sin pestañear.
Los experimentos con gaseosa: nos podemos cargar, en ese aspecto, más de una generación (o todas, para la posteridad) y, como dice Maalouf, la discriminación positiva no está claro que sea buena (ni positiva), presenta serias dificultades y graves riesgos.
La Gata Lana no es caníbal pero la están empapuzando de lengua española. ¡Ay qué leche!
Se cuenta que cuando le hicieron llegar a Adolfo Suárez el deseo de los nacionalistas de enseñar en catalán en las escuelas, respondió algo parecido a lo siguiente: «Allá ellos; pero ¿cómo piensan explicar el teorema de Pitágoras en catalán?» Si non è vero è ben trobato. La reivindicación de que la enseñanza reglada se realizara en lengua vernácula era algo más serio que aquello de “El arjamí a lä ehcueläh”, una pintada que apareció en las calles de Córdoba, también en los años turbulentos de la Transición, y sobre la cual se cachondeaba Serafín Fanjul. Supone el catedrático de Literatura Árabe de la Autónoma que el graffiti se refería al aljamiado, idioma fabuloso (por inventado) que vendría a ser el español, en su variante dialectal andaluza, escrito con caracteres arábigos.
De aquellos polvos, estas preñeces. La sandez del Presidente del CGPJ, al equiparar el catalán y las sevillanas, es de órdago, de marca mayor, pero sólo eso: una majadería sin más historia ni trascendencia. Ahora, ha declarado –tácitamente- que es “dueño de sus silencios”, pero calla –y otorga, en este caso- que es “esclavo de sus palabras”. Aunque es lo de menos, el Sr. Hernando parece que habrá de ser juzgado en rebeldía parlamentaria. Ha devuelto, en el culo del Congreso de los Diputados, la patada que recibió el Poder Judicial del pie de Atutxa. E Ibarretxe dice que vale, que ahí se las den todas. Montesquieu no da abasto: todos se le encomiendan.
En España, fuera del territorio en cuestión –y aun dentro de este-, el hecho de hablar una lengua distinta se ha visto rodeado de incomprensiones atávicas. En esencia, viene a ser lo que escribía Moratín (“Asombrose un portugués/ al ver que en su tierna infancia/ todos los niños de Francia/ supieran hablar francés”) y que canta la Niña Pastori. Y más cosas. Cuando se da la vuelta a la tortilla y alguien no puede, de forma libérrima, optar por la educación bilingüe o, sencillamente, por la enseñanza en castellano, la cosa empieza a ser preocupante.
“No podemos seguir siendo insensibles a su calvario; no podernos por menos de apoyarlas en su deseo de hablar en libertad su lengua (...). A los que han sufrido la arrogancia colonial, el racismo, la xenofobia, les perdonamos los excesos de su propia arrogancia nacionalista, de su propio racismo y de su propia xenofobia, (...) proclamar el derecho de toda persona a hablar su lengua no debería suscitar ninguna vacilación de esa naturaleza. (...) Una lengua que ha estado mucho tiempo oprimida, o al menos desatendida, ¿puede legítimamente reafirmar su presencia a costa de las otras, y con el riesgo de instaurar otro tipo de discriminación?” (Amin Maalouf, Identidades Asesinas)
El otro día, Joan Manuel Serrat fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense. Además de declarar que «nada le gusta más a un catalán que triunfar en Madrid», dijo otras cosas divertidas que contrastan vivamente con la antológica salida de pata de banquillo del Presidente del Supremo. Una perla para la posteridad: «La lengua en la que más a gusto me expreso es aquella en la que me prohíben hablar.» En 1968 dejó otra cuando pretendió representar a TVE en Eurovisión cantando en catalán. De Serrat, que ejerce de bilingüe, hablan su discografía y su biografía –afortunadamente- inacabadas.
Resulta triste el abandono deliberado del bilingüismo, la renuncia, voluntaria e incomprensible, por parte de los nacionalistas, a un tesoro impagable: la educación en dos lenguas, que los ciudadanos de esos territorios, desde niños, las puedan manejar indistintamente, profundizando en el conocimiento de ambos idiomas y abriendo sus mentes al aprendizaje de otros. La sola posibilidad produce sana envidia. La tienen y la dilapidan sin pestañear.
Los experimentos con gaseosa: nos podemos cargar, en ese aspecto, más de una generación (o todas, para la posteridad) y, como dice Maalouf, la discriminación positiva no está claro que sea buena (ni positiva), presenta serias dificultades y graves riesgos.
La Gata Lana no es caníbal pero la están empapuzando de lengua española. ¡Ay qué leche!
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