domingo, 7 de diciembre de 2008

Miau

Miau es, además de la voz onomatopéyica de mi animal predilecto, una tierna y terrible novela de Galdós. Maullidos al margen, Miau es la historia de un funcionario cesante (cesado más bien), en tiempos de la Restauración, cuando la alternancia de Cánovas y Sagasta. El protagonista es de los que se queda en la calle, en el arroyo, y perdido el medio de sustento y casi la dignidad, decide que su vida vale bien poco y se la quita. Con el sistema de turno de partidos en el poder, salían y entraban los funcionarios adictos y, sobre todo en Madrid, el cambio de gobierno se podía visualizar en trenes repletos que llevaban y traían familias enteras, bártulos y maletas de cartón en ristre. No sé si algo parecido es lo que pretende Jordi Sevilla con el nuevo Estatuto para la [enésima] Reforma de la Función Pública: Retrotraernos a ese momento, al XIX gris y tristón, o a los tremebundos cuarenta, cuando los escribientes depurados. Alpargatas y miseria. Se dice que no, que es otra cosa; pero para lo que se trata, según anuncian, ya existen mecanismos disciplinarios y no hace falta modificar el marco jurídico. O sea que no lo entiendo.
Al margen de la legitimación democrática que indudablemente ostentan –y so pretexto del mandato popular-, los políticos intentan someter a los funcionarios a la férula y batuta de su autoridad. Los quieren serviles, metidos en cintura, más sumisos que un masoca. Si puede ser (eso ya es la repera, el gusto que les da y cómo les pone), de adhesiones inquebrantables. Hay un sentimiento generalizado de aversión, mezcla de desconfianza y temor casi supersticioso, porque ni les entienden a ellos ni a su cometido. En ese aspecto, no es fácil hacer distingos; los partidos son calcados. Miran con recelo a los que accedieron al puesto de trabajo mientras estaban los otros en el gobierno y todos sin excepción pretenden llevarlos al redil de su área de influencia. Eso cuando no se reparten, como una tarta, los departamentos y negociados entre las formaciones coaligadas. La sospecha es norma: o conmigo o contra mí, en una concepción característicamente totalitaria. No entienden la lealtad al órgano, a la institución, y la quieren a la persona y su ideario. Que sean garantía de permanencia se le da una higa a quien piensa que “o yo o el caos”. Existe una figura –vigente aunque parezca mentira, cuyo aggiornamento se lleva a cabo mediante cualquier denominación que lime las aristas menos presentables de su fisonomía- que constituye algo más que un indicio de lo dicho sobre esta desigual relación: el comisario político.
La creación del cuerpo de funcionarios civiles es uno de los ingredientes consustanciales al advenimiento del Estado moderno y su actual encaje en la sociedad puede decirse que es reflejo de la visión de Max Weber. Naturalmente, se habrán de corregir, cuando se produzcan, los excesos de la burocracia, pero otorgar al político una indiscriminada y absoluta capacidad de juzgar a los funcionarios que tiene a su cargo, entraña un serio riesgo de caer en abusos, arbitrariedades, favoritismo y nepotismo partidista, como ya se han denunciado (y es sólo un ejemplo) en el señalamiento de la cuantía de los Complementos de Productividad. Supongo que para compensar esta vuelta de tuerca, las administraciones pasarán a cotizar por la cobertura de desempleo de sus funcionarios y estos tendrán derecho a cobrar, llegado el caso, la prestación. ¿Cuáles son los indicios del mal funcionamiento? Estos ojos que se ha de comer la tierra han contemplado cómo una empresa informática se maravillaba al ver manejar programas que corrían en MS-DOS cuando estaban más derogados que los Principios Fundamentales del Movimiento. Y los políticos de turno, todo peripuestos y endomingados, disparando con pólvora del rey en fastos, saraos y gastos de representación; compitiendo a ver quién iba más lucidor en su modelito. (Ojo, ellos lo mismo, no venga alguna hembrista a tacharme de lo que no soy.) ¿Conocen de algún caso que demande austeridad y predique con el ejemplo? Un amigo mío aprobó oposiciones a un cuerpo directivo del Consell Preautonòmic. Como se había creado el órgano antes que la función (lo de poner el carro delante de los bueyes es algo muy común en este negocio), al tomar posesión y con el fin de acoplarse al equipo, preguntó a los auxiliares administrativos a qué se dedicaban. —A nada —le respondieron—. Estábamos esperando que vinieras tú para que nos dijeras qué teníamos que hacer—. Se trataba de tener una cohorte de curritos para mandar, para ordenarles algo, cualquier cosa, aunque fuera traer tabaco (eran otros tiempos). Se ve que forma parte de la erótica del poder. Así fue cómo mi amigo se puso a corregir las faltas de ortografía de las disposiciones que se mandaban al “Diari Oficial”. Pero su trabajo era tan poco apreciado y su misión tan baldía que los textos salían publicados tal y como a él le habían llegado. Quemado y aburrido, se largó. No es el único caso de funcionario cumplidor. Aunque la anécdota no quepa elevarla a categoría, hay que decir que, en el gremio, hay de todo. Como en botica. También hay, por cierto, políticos honestos que, tocante a este tema, tienen o se han hecho una composición de lugar muy bien orientada.
Solución: los funcionarios debieran leer a Forges, cuando los usa de pimpampum, por una cuestión de estricta higiene mental; los políticos..., algo, lo que sea, su propio programa electoral al menos, cualquier cosa que esté más allá de eso tan efímero que es la prensa diaria, que si la estudian es mayormente por ver qué hay de lo suyo y lo que le rodea.
Pobre minino; ahora mismo voy a quitar los Friskies de la lista de la compra no sea que la cosa se ponga fea de verdad.

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